Esta mañana me desperté temprano. Algo extraño en mí, sobre todo después de una noche de duermevela continuado. E igual de extrañamente, mis pies decidieron sacarme de la cama.
Abrí la ventana, necesitada de un poco de aire fresco, aire que limpiara la pesadez de la habitación, la nicotina de mis pulmones y las sombras de mis malos sueños. Me sorprendió que aún fuera de noche. ¿A qué hora amanece en enero? Es una de esas cosas que desconocemos los que tenemos la fortuna de no tener que madrugar. Respiré el aire gélido de la mañana por unos escasos segundos. Los suficientes para saber que ya era suficiente.
Esos pies que esta mañana tenían vida propia me llevaron a la cocina donde aún humeaba el aroma del café recién hecho. Me inyecté mi dosis matutina de cafeína, mezclándola con el primer chute de nicotina del día, mientras pensaba en qué hacer aquellas casi dos horas que mis pies me habían regalado antes de ir a trabajar.
En ese momento un rayo de luz empezó a colarse por las rendijas de la persiana. Y no sé si por el café, la nicotina o el aire fresco, me vi de nuevo en marcha, vistiéndome aprisa, calzándome unas botas y abrigándome hasta la nariz, gorro de lana incluido. Agarré la cámara de fotos, mi maravilloso capricho recién adquirido, y me lancé a una calle que comenzaba a despertarse.
El frío se me coló hasta los tuétanos mientras disparaba sin parar esa máquina endiablada. Yo quería atrapar aquel sol que asomaba – tan soñoliento como yo – la nariz entre los árboles, o su reflejo en las veredas que acompañan al Tormes en su sucio y largo camino… Pero esta cámara no me entiende, hace lo que le da le viene en gana. Bueno, en realidad soy yo quien no la acabo de entender.
Mientras caminaba entre paisaje y paisaje, entre disparo y disparo, con los pies congelados y la mente inusitadamente clara para ser la hora que era (las aves nocturnas no despertamos de verdad hasta después del café de media mañana), iba pensando que por una vez mi almohada no había borrado del todo las sensaciones de ayer. Que por una vez no se había comido las dudas, las incertidumbres, los interrogantes sin respuesta. Que no se había tragado la certeza del absurdo. Que todo seguía ahí, que esta vez no había habido sueño reparador.
Y mientras me tomo el segundo café de este día que para mí apenas comienza y ya se me está antojando demasiado largo, me doy cuenta de que todo, todo lo que pensé y sentí ayer, sigue estando en mí.
Y me doy cuenta de que necesito aire fresco, quitarme de encima este aroma viciado y sucio que yo misma he creado y dejado que se me colara dentro, y que no me deja respirar sin que me duela el pecho.
Aire fresco. Abrir la ventana. Respirar. Respirar hasta que los pulmones duelan de frío y no de ausencia.