En la escena aparecen dos mujeres. Ambas pelirrubias, por el sol una, más por la química la otra. La solar fuma un cigarro sentada en una silla de madera de jardín. La química sirve un café, mientras vigila por el rabillo del ojo a las dos niñas que corretean por el césped.
Las infantas – si no de sangre real, sí princesas de la casa – se persiguen como en un juego entre la noche y el día, entre el sol y la luna. Una es castaña de ojos verdosos. La otra, morena de ojos casi negros. La castaña, delgadita. La morena, rechoncha. Paluchean en ese idioma propio de los niños, entremezclando balbuceos, ceceos, seseos y neologismos con palabras ya rotundas y contundentes.
Tan distintas en las formas. Tan dispares en los fondos. La de cara de princesa es traviesa como un diablo, la de cara de hermanastra es buenecita como un ángel.
La diablilla se tropieza. La mujer rubia más alta corre hasta ella, casi antes de que la pequeña rodilla toque el suelo. “Las malcrías” se oye decir a la otra. “Deja que lloren alguna vez”.
“¿Qué sabrás tú de hijos?” murmura sonriendo con el sol en brazos.
“Pues tienes toda la razón” dice la otra, y riendo, apaga el cigarro en una maceta. “¿Qué sabré yo?”
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Si tuviéramos el poder de viajar en el tiempo hacia el pasado y el don que nos permitiera colarnos como vulgares voyeurs en cualquier parte, nos encontraríamos otra escena distinta, con las mismas protagonistas. Sobrevolaríamos como por arte de magia por encima de sus cabezas y miraríamos la escena desde el techo.
La pelirrubia química está llorando sentada sobre una cama de dos por dos. La pelirrubia solar – que ahora no es pelirrubia sino castaña – acuclillada a sus pies, tomándole las manos.
“No llores más, por favor”
La del suelo parece una pequeña miniatura de la otra. Más delgada y pequeña. De ojos similares, aunque más verdosos. De pestañas similares, aunque más largas. De boca similar, aunque menos carnosa.
La química sigue llorando. La otra, la miniatura, se sienta en una silla repleta de ropa sin planchar. Enciende un cigarro y mira al suelo, silenciosa.
Utilizando los mismos poderes, sabríamos que la llorosa acaba de tener un aborto espontáneo por tercera vez en los últimos dos años.
La escucharíamos murmurar entre sollozos palabras como “soy una inútil”, “maldita sea”, “no valgo, no valgo”, “por qué este castigo”, “otra vez no”…
Veríamos como la fumadora la mira de vez en cuando, en silencio, sin saber qué decirle ni cómo consolarla.
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La escena se sitúa ahora en una clínica de fertilidad. La miniatura castaña se encuentra tumbada en una mesa ginecológica, abierta de piernas.
Ha pasado por un examen psicológico, otro ginecológico, un econosograma vaginal, una hematología completa, un estudio cromosómico, y varias pruebas para verificar que no padece ningún tipo de enfermedad de transmisión sexual. También la han medido y la han pesado. Todo esto no lo sabemos por el don, sino porque el informe está sobre la mesa y curiosos como somos, le hemos echado una ojeada.
Se ha estado pinchando en la tripa (en realidad la ha pinchado la otra, la miniatura le tiene pánico a las agujas y no hubiera sido capaz de clavarse una a sí misma) sustancias para estimular el ciclo de sus óvulos durante días y semanas. Se siente hinchada. Está hinchada en realidad. Ha tenido que echarse unas gotas en la nariz para fortalecer los óvulos.
“No te folles a nadie, que la lías” le dice la original mientras le clava la aguja.
“Tranquila, joder, es sólo un mes. Creo que podré soportarlo”, dice la miniatura, riendo a carcajadas.
Ahora tiene en su interior 14 óvulos preparados para ser extraídos.
La otra la agarra de la mano. Sabe cómo odia la miniatura toda esta parafernalia. Sabe que todo lo ha hecho por ella. Se lo agradece desde el fondo del corazón, pero no se lo dirá nunca. La confianza da asco.
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La misma cama de dos por dos. Una tumbada boca arriba se acaricia el enorme vientre mirando al techo. La otra boca abajo juega con la PDA que se ha comprado con los 700 euros que le han dado por las molestias de la donación.
“En Holanda te podrían haber puesto mis óvulos” dice la fumadora, ahora sin cigarrillo en la mano, mientras mira la abultada barriga de la otra.
“Mejor no. Mejor así.”
"¿Por qué?”
“¿Y si nos peleáramos? ¿Y si discutiéramos? Así son sólo míos y no tendremos problemas. Nunca”
“Eres una egoísta. Yo donando para que te pongan primera en lista de espera… y mis óvulos por ahí perdidos. A saber a quién le han tocado. Dos o tres renacuajos por ahí con mi carita y tú prefieres llevar los de otra. Hay que joderse. Te tenían que salir negros. O chinos. Verías tú la risa”
Se ríen. Ambas lo toman a broma. Esas cuestiones ya no importan. Las dos de fuera ahora no importan. Lo que importan son las dos que están ahí dentro. Latiendo y peleándose por su propio espacio. Persiguiéndose una a la otra, como la luna al sol, o el día a la noche.
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"Igual me han puesto tus óvulos”
“Ni de coña. Es ilegal”
“¿Y si lo hubieran hecho? Te imaginas…”
“Pesadita eres… Ni de coña. Está prohibido”
“Pero molaría que se parecieran a mí”
“No se parecerían a ti. Se parecerían a mí”
“Joder, eres tonta. Si eres mi hermana… Se parecerían a nosotras”
“Que no, joder. Que se parecerían a mí”.
“Molaría de todas formas”.
“Ni de coña. Es ilegal”
“¿Y si lo hubieran hecho? Te imaginas…”
“Pesadita eres… Ni de coña. Está prohibido”
“Pero molaría que se parecieran a mí”
“No se parecerían a ti. Se parecerían a mí”
“Joder, eres tonta. Si eres mi hermana… Se parecerían a nosotras”
“Que no, joder. Que se parecerían a mí”.
“Molaría de todas formas”.
…...................
La miniatura recorre la M-40 a ritmo de allegro. Si fuésemos un radar, podríamos multarla. Pero qué más da… La ha llamado su cuñado. Que han adelantado la cesárea y ya están aquí.
Están en la cuna en la habitación. Son tan pequeñas que caben las dos en una cuna. Tan diferentes. Una tan morena. Una tan clara. El sol y la luna.
“La morena se parece muchísimo a tu marido” – dice la enfermera poniéndola en brazos de la química – “Pero es que la otra es clavadita a ti, como una pequeña miniatura”.
La miniatura fumadora mira a su hermana mayor. La hermana mayor mira a la miniatura fumadora. Se sonríen.
“Me voy a fumar un cigarro” dice. “Ahora subo”.
8 comentarios:
lo has agrandado verdad, mejor así desde luego... Curiosa la forma de narrar y digo curioso (siendo un adjetivo pobre, digno de las entradas mediocres) porque me quedé sin palabras a espera de digerir...
Un saludo Rocío, y me gusta el giro que diste al diseño del blog.
FECUNDACION IN VITRO
El inicio de tu existencia fue una historia de lagos, pescadores y flores en una ciudad donde no habían lagos, ni pescadores.
Las flores en cambio estaban en todas partes.
Esta es la historia.
En aquel país imaginario existía un gran lago, en sus orillas unos pueblos blancos y en el centro del agua, emergía un islote.
Aquellos parajes, habitados por honrados pescadores, eran bañados por la luz tenue del mediodía y mecidos por brisas caprichosas.
La población se dedicaba a la pesca y a la agricultura. La afición más extendida en toda la comarca era el cultivo de las flores. Todo el mundo tenía un jardín. Los vecinos se enorgullecían de sus retoños y competían entre ellos para obtener las flores más vistosas y de colores más singulares.
Con el tiempo, la fertilidad de la tierra y el buen clima, aquella comarca parecía un vergel. El conjunto de campos, praderas y colinas se iba alfombrando de todo tipo de flores y de colores.
Bueno, a decir verdad, no todo era un vergel.
Aquel islote emergía en el centro del lago, con un triste y desolador aspecto.
Un buen día, la asociación comarcal de pescadores tomó la decisión de intentar embellecer aquel paraje. Nadie antes lo había intentado, y al fin y al cabo eran ellos los que más cerca estaban del islote en su trabajo diario.
Durante años, los pescadores se acercaron con sus barcas, aparejos de escalada y utillaje de jardinería al islote. Los resultados de aquella singladura fueron descorcentantes. Las semillas, se las comían los pájaros. Las pocas especies que lograban florecer, no eran tan fuertes como para poder resistir la fuerza del viento. El terreno no disponía de nutrientes suficientes.
Aquellas primeras dificultades, fueron tan determinantes, que los pescadores decidieron desistir de su empeño durante una buena temporada; concentrando su atención en labores científicas de investigación, a nivel teórico al principio, y más tarde a nivel de laboratorio.
Fueron años difíciles, de estudio e investigación, en los que se abrían muchas puertas, otras simplemente se entornaban y algunas se cerraban de golpe.
Las conclusiones de aquellos estudios lejos se encontraban de alguna verdad absoluta. Se escribieron muchas tesis, pero ahora se trataba de ponerlas en práctica.
Surgió una nueva generación de pescadores .
Eran especiales, y te voy a explicar porqué. Tenían que ser buenos navegantes, el lago se embravecía con frecuencia. Buena complexión atlética, los escarpados riscos del islote así lo exigía. Excelentes horticultores, la dificultad del terreno lo hacía imprescindible. Y sobre todo, y aquí viene lo más difícil, hombres de fé, ya que su trabajo tenía tal repercusión en la vida de la población, que en cada intento se dejaban un trozo de su corazón. Al fin y al cabo sólo eran pescadores.
Aquella mañana de agosto, nuestro pescador salía a trabajar. Tomó su barca, las semillas y su instrumental. Nada más amanecer, la estela de su barca rompió la tranquilidad aparente de la superficie del lago. Tras un buen rato de navegación se encontró de nuevo con las rocas, en el acantilado del islote. No era nada sencilla la operación de desembarco. El movimiento de las olas provocó la pérdida de las primeras semillas. Al saltar a tierra, nuestro pescador recibió un fuerte impacto en el tobillo. Se levantó una fuerte brisa y bajó la temperatura. Aquellas no eran las mejores condiciones, pero él reanudó su trabajo.
Escaló el acantilado con la incertidumbre de no saber con qué condiciones atmosféricas se encontraría arriba. La penosa ascensión provocó que otras semillas rodaran acantilado abajo y se perdieran entre las olas.
Una vez en la cumbre, una tormenta de verano le sorprendió. El agua se desplomó durante dos largas horas. El pescador se refugió entre unas rocas a sotavento.
Observaba, observaba todo, con ese instinto científico que le hacía preguntarse por el porqué de las cosas; con la pretensión de adentrarse en lo desconocido; la extraña mirada experta de un niño curioso.
Cuando una tormenta de verano acaba, la tierra se abre un poco, se enfría superficialmente mientras en su interior conserva el calor del estío; es un momento singular, donde la naturaleza, si bien conserva sus leyes eternas, rompe un poco la inercia térmica, aumenta su porosidad y abre una puerta a la esperanza.
Fue ése el preciso momento aprovechado por el pescador para sembrar en la cima del islote las semillas que le quedaban.
Así fue como empezó todo.
Y así era como vivía este pescador.
Que sea este cuento un agradecimiento y una ayuda, para aquél que luchando con las dificultades de la ciencia, no se entristezca por las flores perdidas, que siendo muchas, son necesarias para que otras florezcan.
El pescador, al final de la jornada, viendo el islote del lago cubierto de sus flores, sabrá que mereció la pena.
El inicio de tu existencia fue una historia de lagos, pescadores y flores en una ciudad donde no habían lagos , ni pescadores . Las flores en cambio estaban en todas partes.
Buf... es una muy buena secuencia de trailer de película, porque el conflicto (y gordo) ya está formado...
Besicos
Me temo que a quién se parezcan las niñas no importará nada, nada, serán muy queridas.
Me ha encantado el relato! con esto se podría hacer una buena peli.
Besitos
Rocío... ya tienes el meollo del guión. Venga... a trabajarlo.
;))
Que tengáis todos un estupendo día.
Antonio...espero que la digestión no sea muy pesada!
Driver... gracias por las semillas y por las flores.
A las peliculeras... no creo que diera más de sí... como mucho para una peli de esas de sobremesa de sábado en Antena 3, jajaja.
Capitán: Gracias por el comentario, por partida doble.
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