Hay ocasiones en que la vida nos pone en situaciones en que las personas y sus comportamientos, sus reacciones o sus faltas de reacción, se nos presentan como si fueran una ecuación de segundo grado. Una ecuación que necesitamos resolver para dejar de sentir miedo y apartar la negra sombra de la incertidumbre de nuestra mente.
Necesitamos darle significado a los vacíos, a los silencios, a nuestras dudas. Cuando no tenemos toda la información vemos por todas partes incógnitas, a veces elevadas al cuadrado, algunas a la enésima potencia. Incógnitas que precisamos resolver para ordenar nuestro mundo. Muchas veces lo hacemos de manera casi irracional, dejándonos llevar por los sentimientos, por las vísceras, más que por un pensamiento ordenado. Otras veces, en cambio, tratamos de racionalizarlo tanto que podemos perdernos en la certeza de nuestra propia lógica.
Partimos de las constantes (las experiencias vividas, los hechos presenciados, lo que tenemos claro, lo que hemos visto, lo que sabemos sin necesidad de actos de fe), nos enfrentamos a las variables (los quizás, un comportamiento extraño en una situación determinada, las palabras dichas demasiado en serio o demasiado en broma, una mirada huidiza, los silencios a destiempo) y vamos moviendo las piezas. Una x por aquí, una y por allá. Restamos, sumamos, multiplicamos... hasta nos atrevemos con las integrales con tal de dar con una solución que nos resulte satisfactoria, que nos tranquilice, que nos aparte el miedo y nos calme la ansiedad.
Y en ocasiones nos perdemos en este juego algebraico, que nos enreda de forma casi diabólica. Escasa información, demasiada intuición. A veces incluso al revés, saturados de información y abandonados por esa intuición que siempre nos ha mantenido a salvo de los errores. Siempre se nos escapa algo, no encontramos la salida del laberinto.
Y es que no todas las ecuaciones tienen solución. Algunas incluso tienen un infinito número de soluciones plausibles. Y nosotros, matemáticos aficionados, derrotados ante la imposibilidad de llegar a un resultado cien por cien preciso, terminamos elaborando una respuesta que asumimos, equivocada o acertadamente, como axioma existencial. Y lo hacemos como necesidad vital. Como forma de explicarnos un mundo que se nos hace, en ocasiones, excesivamente doloroso en la complejidad de sus incógnitas.